Those people in Manhattan… They are better than us!
Cause they want things they haven´t seen…
Peggy Olsen, personaje de Mad Men

Ya resulta claro hace algunos años que, al menos en términos de guión, lo más interesante ya no sucede en Hollywood. Los grandes relatos que con éxito Hollywood supo vender en su época dorada, e incluso en los algo cutres 90s, se trasladaron hace tiempo a la TV. Y si uno hace un repaso de las series más exitosas, podría decirse que empezaron casi sin guión, como Seinfeld y Friends (claro que era algo más difícil hacer estas comedias… claro que había guión) y que la fabula fue ganando terreno. Y así uno puede mencionar grandes sagas, en las que el punto fuerte está en el relato, allí donde parecía que las historias ya estaban todas contadas. Pero la necesidad de relatos parece ser cíclica… como las crisis financieras, y uno va adaptándose y el gran público se vuelve adicto a esa necesidad de ciertos relatos que ordenen un poco más el tiempo libre. Y creo que de ahí salen las series a la Soprano, dando una vuelta más al género más desgastado y parodiado en Hollywood. Pero los gringos, una vez más en su reinvención del relato (durante el siglo XX podría decirse que han conseguido construir el relato con menos grietas…), contaron de nuevo la misma historia.

Pero claro, tampoco puede narrarse siempre de la misma manera. Y el ejército de guionistas se volcó a otros experimentos. Y entonces surgió otra tendencia, que desde X-Files había quedado algo más relegada. El sub-género fantástico dio una vuelta de tuerca más con uno de los productos más adictivos: Lost. Ya todos conocemos la serie, y en parte el secreto de su éxito: qué pasa si empezamos de nuevo en una isla, donde encima, todo parece tener otra lógica, donde la vida tiene otro sentido? Lost modificó para siempre la idea del verosímil, generando un espacio en el que todo, absolutamente todo es posible. Porque pasado, presente y futuro pueden modificarse en esa isla. En algún sentido, ese verosímil novedoso es eso: estado de excepción extremo. Y donde todo es posible, nada es realmente excepcional.

Sin embargo, revisar estas series, más que una buena diversión nos da algo más. De algún modo estas series toman el pulso de los imaginarios del presente. Porque el lugar que parecía estar destinado al cine, ya no lo es más, porque además han cambiado los modos de consumo. Ya no alcanza con ir al cine y volver, sino que parece necesario seguir las vicisitudes de estos nuevos héroes del presente. ¿Por qué imaginar una isla desierta donde todo es posible? ¿Por qué el éxito de un medico-detective de celebrado cinismo que se pasa el día tomando Vicodin? ¿Cómo entender la admiración de un asesino serial como Dexter? ¿Qué debemos rescatar de una serie que, como Six feet under, narra la vida cotidiana de una familia de funebreros? Y más recientemente, ¿qué implica volver en clave realista a los conservadores 60s, antes de la explosión del hippismo, o mejor, desde la perspectiva de aquellos que no pudieron cambiar sus vidas en una sociedad que parecía a punto de explotar?

Mad men recupera ese lugar distópico de los sesentas, justo antes de la muerte de Kennedy, y cuando antes de su elección, era visto por las clases medias y conservadora como un figura demasiado provocadora. Una visión republicana de los 60s. Pero más que eso, Mad Men propone un realismo situado en los roces entre la vida “pública” de los hombres, sus trabajos, y la vida privada con sus familias y amantes. Y es un realismo extraño porque no es una vuelta celebratoria a los 60s, como nos acostumbra Hollywood, sino más bien una indagación sobre aquellos aspectos que impulsaron cambios fundamentales en la sociedad: divorcios, atisbos de igualdad de género y nuevas formas aún solapadas de la sexualidad, cambios en la vida cotidiana, etc. Para los que a esta altura no la vieron (más allá de los simpatizantes, es una serie muuuy bien hecha), Mad Men transcurre en una Manhattan en la que todo es posible (hasta el fin del mundo, ya que los rusos y la crisis de los misiles está ahí a la vuelta). Pero no es la Manhattan de West Side Story, ni la de los relatos del American Dream ni de la inmigración. Mad men está centrada en la vida de los publicitarios que llevaron a Estados Unidos a lo que es, un relato que de tan bien construido, ha conseguido la felicidad de sus consumidores. Y la tensión de la serie está allí, en la perspectiva de su protagonista, Donald Draper (Jon Hamm), que como gran creativo, no es en realidad quien dice ser, y sufre por ello. Su vida entera, sutilmente, es una farsa. Y la serie nos propone ver otros 60s, menos utópicos (porque si los 60s cambiaron tantas cosas: ¿cómo es que se siguen discutiendo las reformas de salud pública en Estados Unidos?) pero combinándolos con algo que los americanos saben explotar: aunque el relato clásico parezca no funcionar, y acaso no haya final feliz, siempre regresa. No es casual entonces que el héroe de la serie, Donald Draper, se la pase bebiendo Old-fashioned, uno de los grandes cocktails de la historia.

EDGARDO DIELEKE